En un mundo donde supuestamente los hijos no se regalan, una calurosa tarde de abril llegó a mis manos un recién nacido.
-¡Nuestro hijo!- dijimos tontamente al unísono, mirándonos como dos idiotas. Era fácil ser padres de quien sólo necesita treinta centímetros cúbicos de agua, cada dos semanas, para sobrevivir.
Stravinsky lo nombró su padre, porque en aquel entonces retumbaba en su cabeza la melodía de La consagración de la primavera y Pájaro de fuego. O quizás, simplemente, porque amaba la música.
Su ilusa madre, es decir yo, aunque ignorante en el tema de las notas, melodías y acordes, también viví un retumbar indescriptible de imágenes y sensaciones, imposibles de descifrar. Lo cierto es que se sentía demasiado bien, hasta que la decadencia del otoño dio paso a uno de los inviernos más tormentosos de los cuales tenía registro. Lástima que lo bueno dura poco.
En ocasiones el sol lograba salir dificultosamente por entre los nubarrones, dando la sensación de falsa paz, pero apenas se comenzaba a aquietar el corazón, volvían los chubascos, y con ellos, la humedad, penumbra e incertidumbre.
Es ilógico, pero mientras más distantes y perdidos entre la niebla nos encontrábamos los simbólicos progenitores, parecía que Stravinsky crecía con mayor rapidez, como si quisiera darme un mensaje implícito con ese acto.