En mis entrañas crece la sensación de vacío. La imagino como un ente perverso que se apodera de mi voluntad, una sombra interna adherida con fuerza a la carne, un parásito sediento que no perdona.
Su puño derecho aprisiona a la alegría, desesperada por liberarse y volver a respirar. Mientras que en el izquierdo, enrollada y al punto de la asfixia, la esperanza se destiñe como un pedazo de tela de mala calidad que por primera vez toma contacto con el agua tibia.
Se hace cada vez más latente que nada es eterno, ni siquiera los tan amados recuerdos. Todo se ensambla para formar un círculo perfecto, el ciclo constante de la vida, donde el blanco inevitablemente se vestirá de luto en algún espacio de tiempo. Lo que alguna vez existió, muere y renace para dar continuidad infinita a los hechos.
Depositaré entonces la escasa fe que aún atesoro en la posibilidad que el maldito ente que continúa devorándome, aquiete su hambre pronto y vomite todo lo que me robó. Si la paciencia se agota antes de que eso ocurra, me veré forzada a utilizar otros medios para expulsar al demonio. Quizás una pócima mágica que aquiete el dolor.